Viernes 17 de Noviembre de 2017.
En los cuatro artículos anteriores, hemos comentado algunas circunstancias significativas que, en mi modesta opinión, concurren en el comportamiento político de cuatro colectivos sociales catalanes: los militantes de la CUP, la clase trabajadora, la pequeña burguesía y la clase media urbana. Propongo a ustedes que reflexionemos hoy sobre el colectivo social en el que, a mi juicio, está el origen del conflicto actual de la Comunidad Autónoma catalana con el Estado español; y, en consecuencia, el colectivo que tiene la llave de una posible solución al problema: la alta burguesía, las “elites”.
No es este el lugar adecuado para entrar en debates históricos, ni me apetece, sobre la relación de la región catalana y el resto de España. Simplemente, me remito a lo publicado al respecto por los más prestigiosos hispanistas extranjeros, cuya independencia intelectual está fuera de toda duda. Así que pondré el punto de partida de este análisis en el momento en que se promulgó la vigente Constitución, en cuya redacción no puede olvidarse que intervinieron dos ponentes catalanes de alto nivel intelectual y de representatividad política, Miquel Roca Junyent, de Convergencia, y Jordi Solé Tura, del Partido Comunista, y que fue aprobada por amplia mayoría, incluso en Cataluña, en un referéndum realizado en toda España.
El Gobierno de Adolfo Suárez, bajo cuyo mandato se redactó la Constitución, era políticamente muy débil, ya que tenía el “pecado original” de haber sido designado por el Rey y no proceder de unas elecciones. Y, además, muchos de sus altos cargos habían tenido responsabilidades políticas durante el régimen de Franco, todo lo cual permitía a quienes venían de la oposición a éste, dudar de su voluntad democrática de aquéllos.
El primer Gobierno de Suárez se tenía en pie gracias al pacto que el Rey Juan Carlos I había realizado con el PSOE, el PCE y con un grupo de notables de diversas ideologías procedentes del régimen de Franco, que asumieron la decisión del monarca de desatar lo que el dictador había dejado “atado, y bien atado”. En aquel pacto, los partidos de izquierda exigieron la vuelta a lo establecido por la Constitución de la Segunda República, en lo referente a la organización territorial del Estado; y los políticos con pasado franquista lo aceptaron para no ser acusados de nostálgicos, centralistas y autoritarios, lo cual podría ser letal para su futuro político en el nuevo régimen democrático.
Por esas razones, y por la sugerencia de “café para todos” de un ministro de Suárez, de cuyo nombre no quiero acordarme, la Constitución de 1978 dispuso la organización territorial del Estado en diecisiete territorios autónomos. La Alta Burguesía catalana había recibido con los brazos abiertos a las tropas de Franco, cuando entraron en Barcelona y la liberaron de los anarcosindicalistas; vivió confortablemente durante cuarenta años, gracias a la persecución de comunistas y anarquistas, llevada a cabo por aquél Régimen; y se enriqueció durante la dictadura, gracias a las políticas franquistas...
Pues esa Alta Burguesía encabezó desde el primer momento la causa del nacionalismo catalán y fundó dos partidos políticos para asumir el control del gobierno autónomo y defender sus intereses en la arena política: uno “de derechas”, Convergencia Democrática de Cataluña, al frente del cual se colocó Jordi Pujol, cuya carrera posterior no es preciso comentar; y otro “de izquierdas”, el Partido Socialista de Cataluña, PSC, en cuya dirección se integraron los hijos “progres”, ilustrados, angloparlantes y europeístas, aunque no menos nacionalistas que sus padres, de algunas linajudas familias “catalanas de toda la vida”: Raventós, Obiols, Maragall, etcétera.
Si Felipe González escribiera unas memorias sinceras, debería confesar dos grandes errores cometidos en aquella época: uno, haber renunciado a establecer el PSOE en Cataluña y confiar la defensa de los intereses políticos de la clase obrera al PSC, dirigido por aquellos señoritos “progres”; y dos, haber impedido el procesamiento de Pujol por el desvalijamiento de Banca Catalana, de la que era Presidente. La historia de España de los últimos 30 años sería muy diferente, en el caso de que esas dos decisiones hubieran tenido un sentido contrario.
El sistema autonómico contenido en el pacto constitucional fue entendido tanto por la derecha (AP), como por el centro (UCD) y por la izquierda (PSOE y PCE) como la respuesta adecuada a las exigencias de autogobierno de los representantes políticos de catalanes, vascos y gallegos; un final feliz para las aspiraciones de aquellos. Sin embargo, los nacionalistas vascos y catalanes consideraron aquel pacto, no como un final de partida, sino como el inicio de un camino hacia la independencia.
Durante las tres últimas décadas, los nefastos efectos de una Ley electoral gravemente injusta obligaron sucesivamente al PSOE y al PP a formar Gobiernos con el apoyo, activo o pasivo, de los partidos nacionalistas, CyU, y PNV, en Madrid; y con CyU, ERC y PSC en Barcelona. Los partidos nacionalistas exigieron a cambio crecientes cesiones de competencias del Estado a los gobiernos autonómicos de País Vasco y de Cataluña.
Visto ahora, parece un disparate político monumental que, en su competencia electoral, PP y PSOE (éste hipotecado por el PSC, un cáncer que puede provocar el hundimiento de los de Ferraz en el resto de España) hayan antepuesto sus objetivos partidarios al interés de España. Ante el peligro secesionista, no es de recibo que ambos partidos, en vez de formar un Gobierno de coalición para enfrentarse a esa emergencia, hayan seguido, como ciervos machos en berrea, con la vieja guerra de desgaste del otro, disputando una y otra vez sobre cuál de los dos Partidos era más corrupto, o si la salida de la tremenda crisis económica debía hacerse con perros o con podencos.
Poco tiempo antes de morir, Gregorio Peces-Barba confesaba su decepción: “Los nacionalistas nos engañaron”.
Pero temo cansarles. Por ello, con su permiso, continuaremos estas reflexiones próximamente...