Jueves 27 de Diciembre de 2018.
No salgas sola de noche; no te pongas esa falda tan corta; cierra un poco más ese escote; no vuelvas sola, pídele a alguno de tus amigos que te acompañe, pero asegúrate de que es de confianza; ponme un whatsapp cuando estés en casa, pero hazlo cuando estés ya dentro...
Todas estas frases y muchas otras de la misma índole son las que oímos las mujeres de boca de nuestras madres cuando empezamos a salir solas de casa y son las mismas que transmitimos a nuestras hijas cuando éstas empiezan a tener uso de razón.
Como si de una olla puesta a fuego lento se tratara, desde que somos conscientes del género sexual al que pertenecemos nuestro cerebro comienza a ebullir un sinfín de predisposiciones con la pretensión de salvaguardarnos de variados peligros -todos ellos relacionados con nuestra condición femenina- mucho antes de que hayan ocurrido.
Es como si nos creciera un tumor que nos va retroalimentando de represiones, límites y miedos: el miedo a ser engañadas, el miedo a que nos estigmaticen, el miedo a vivir solas sin la 'ventaja' de una protección masculina, el miedo a una violación, el miedo al abandono, el miedo a... tantos y tantos miedos programados que limitan nuestros actos, absorben nuestros movimientos, condicionan nuestra personalidad y se convierten en una parte ineludible de nuestro destino.
Con toda naturalidad asumimos en nuestras vidas el espectro del violador, que viene acompañado de un aguacero de represiones y temores como una forma preventiva y protectora de evitarnos la “incontrolable naturaleza de ustedes”, un modo de adelantarnos a lo que “está en sus genes” para poder eludirlo llegado el caso; algo, por cierto, bastante cuestionable si el hecho de intentar defendernos ya multiplica el riesgo de que el tipo en cuestión se ponga más violento.
Con estas premisas comprenderán ustedes que tenemos que meterles a todos en el mismo saco, dudar de todos, temerles a todos; nosotras somos potenciales víctimas y ustedes son potenciales violadores, tanto nos da que sean padres, hermanos, primos o vecinos, que sean nuestros profesores, los sacerdotes del barrio o los médicos del ambulatorio...
Y da igual porque, fatalmente, lo que suponíamos una conducta aislada llevada a cabo por un determinado grupo de bárbaros e inadaptados individuos resulta ser en realidad un largo listado de horcos asesinos, encabezado por aquellos de ustedes que se hallan bien integrados en nuestro entorno más cercano.
Y, ¿saben?, es muy doloroso crecer y darse cuenta de que debemos vivir diariamente reclamando nuestro derecho a no ser violentadas, es muy duro asumir que estamos expuestas a ello cada minuto de nuestra vida, que se nos impone la 'necesidad' de un hombre en nuestras existencias para que nos suministre esa protección que caprichosamente pueden anular en cualquier momento, para erigirse de protectores a verdugos.
Y es durísimo tener hijas siendo conscientes de que su mundo siempre estará supeditado a un hombre, controlado por un hombre, violentado por un hombre y sabiendo que vivirá con más riesgos y que tendrá muchas más probabilidades de sufrir delitos de cualquier índole sólo por el hecho de ser mujer.
Déjenme decirles que la violación no tiene que ver con el acto sexual; la violación es una agresión en potencia que está más relacionada con el deseo de hacerse con el control, con el vicio de ganar y el de no saber perder, con el deleite del poder ejercido sobre la mujer, por eso cuando un violador actúa lo hace encubierto, lejos de los ojos de los demás, consciente de que lo que hace es obsceno. ¡Por eso se esconde! ¡Un violador no es un enfermo descontrolado, un violador es un asaltante, un expoliador, un delincuente!
Fíjense si es grave que sólo la rancia costumbre del piropeo, esa que asumimos las mujeres con indignación silenciosa y controlada humillación, esa que ustedes entienden como una forma de halago hacia nuestra persona, nos revuelve las vísceras.
¿Se preguntan alguna vez por qué? ¿Alguna vez lo han hecho? Seguramente ni siquiera se lo han planteado. Pues sepan que la mayoría de nosotras lo entendemos como una forma más de acoso porque pone de manifiesto, otra vez más, que el cuerpo de las mujeres es para ustedes un artículo de mercado, algo expuesto para que opinen desenfadadamente sobre él, para que lo toquen a su antojo, lo maltraten a sus anchas o lo asesinen impunemente.
Tal vez les suene agravado, excesivo, exacerbado, pero es tan real y terrible como no pueden ni siquiera imaginar.
Piénsenlo un momento, visualicen a sus madres, hermanas, mujeres, hijas, nietas, sobrinas... Véanlas como víctimas potenciales para cualquier desalmado, da igual que lo hagan en una calle oscura, en una discoteca, un garaje o un ascensor. Cualquier lugar es un territorio hostil para las mujeres, en cualquier lugar estamos expuestas a ese deplorable comportamiento masculino de quienes siguen empeñados en considerar a las mujeres objetos a su alcance, sólo para que siga hinchándose su infinito ego y les haga sentirse los reyes del género.